9 de julio de 2012

Bajo la suela V

Tras el muro se veía una gran urbanización de casas enormes con piscina. Era de noche, y las sombras tras las ventanas anunciaban la llegada de los sirvientes con la cena. Se podían distinguir velas alrededor de una mesa gigantesca. Ferraris aparcados en la puerta. Era gente importante, solía decir mi madre. Llevaba toda la vida sentada en el muro con Izan los domingos al anochecer. El muro separaba las dos partes de la ciudad, la realidad y la ficción, solíamos decir. Por un lado, la gente pobre, nosotros; los que nos conformábamos con unos litros y unas guitarras para sonreír y, por otro, los ricos. La hipocresía construía mansiones y organizaba cenas de gala los domingos por la noche, a la vez que firmaban grandes cheques a asociaciones benéficas que nunca llegaban a ver un duro. Mi madre les admiraba, quería algún día ser como ellos. Bueno, no sólo mi madre, todo el mundo adoraba a esa gente.

Un domingo de tantos, llegué corriendo al muro, pensando que llegaba tarde y él llevaría un rato esperando. Pero no estaba. No estaba. Era la primera vez en toda mi vida en la que él no estaba.

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