La primera vez que la vi
llevaba una camiseta de Led Zeppelin y esmalte de uñas naranja. Enredaba sus
manos de aspecto frágil entre los rizos castaños y miraba con detenimiento cada
libro de la estantería. Sujetó uno entre sus manos, le quitó el polvo que tenía
por encima y lo abrió por la segunda página, para leer la dedicatoria que el
autor le solía hacer a un ser querido. Eso era lo único que parecía tener
importancia para ella. Acto seguido, se acercó al mostrador donde estaba yo y
puso el dinero sobre la mesa, sin mirarme si quiera, con la vista fija en la
dedicatoria del libro.
Desde aquel día, en el cual
yo empecé a trabajar en la librería, iba cada martes y seguía con su ritual. Me
desconcertaba enormemente la forma que tenía de decidir si le gustaba un libro,
ni siquiera se fijaba en el argumento y mucho menos en el precio. Me gustaba la
forma en que cogía el libro de la estantería y le quitaba el polvo. Lo hacía
como si estuviese acariciando a un ser vivo, con extrema cautela.
Un martes de tantos, me miró.
A mí, que me gustaba la vida
con todos sus destellos, su risa y su misterio. A mí, que me cantaban los
músicos del metro canciones que hablaban de chicos solitarios. A mí, que me
embriagaba el olor a sal de las ciudades con mar. A mí, al chico que nunca supo
por qué se escribían canciones como Angie. La vi, y lo supe. Me dejó de gustar
la vida, y empezó a gustarme ella. Los músicos del metro me cantaban All you
need is love y empecé a olvidar el olor de la sal para acostumbrarme al de la
nicotina. Angie se la escribió un hombre a una mujer. Y a mí solo me salían
palabras que no encontraba en los libros que ella adoraba. Ni en las
dedicatorias.