Necesitaba contar algo. No estaba seguro de lo que era, y mucho menos de como hacerlo. Era como esas veces que tienes la horrible sensación de que te estás perdiendo algo, y no sabes ni que es, ni como conseguirlo. Era extraño, pero a la vez inquietante.
Tenía exactamente cincuenta y ocho folios esparcidos por la habitación. Todos estaban escritos con pulcritud e impresos en Times New Roman, con tamaño de letra doce. Como siempre, nada había cambiado. Y quizá ese fuera el problema, llevaba años escribiendo lo mismo, con sumo cuidado, cada letra y cada metáfora. Lo mismo, escrito en la misma letra, con el mismo tamaño. Distintas palabras, pero todas hablaban de lo mismo.
Gritó. Lo más horrible que le puede pasar a una persona que piensa que nació para escribir, es darse cuenta de que todas sus palabras se han convertido en sinónimos y la rutina ha enfriado su café.
Echó todas las palabras a la chimenea y avivó el fuego. Volvió a calentar el café y subió al ático que tenía la pensión. Estaba cerrado con llave, pero sus dotes de superviviente en una ciudad grande le habían enseñado a abrir puertas con casi cualquier cosa. Podía ser el sitio más triste y lúgubre del mundo, pero tenía el mejor ático de Madrid. Desde allí se veían el Maravillas y las miles de personas que pasaban unos cuantos metros por debajo, con su vida monótona, y su paso apresurado. La gente no sabía apreciar la vida, pero él tenía un problema mayor, y era que no sabía como hablar de ella, sin sinónimos ni frases hechas.
El frío de enero cala los huesos, no el forro polar.
Si habla de ella, seguro que la aprecia, no como los otros.
ResponderEliminary la rutina ha enfriado su café, joder
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