27 de enero de 2012

El Ático de Malasaña. #5

Necesitaba contar algo. No estaba seguro de lo que era, y mucho menos de como hacerlo. Era como esas veces que tienes la horrible sensación de que te estás perdiendo algo, y no sabes ni que es, ni como conseguirlo. Era extraño, pero a la vez inquietante.
Tenía exactamente cincuenta y ocho folios esparcidos por la habitación. Todos estaban escritos con pulcritud e impresos en Times New Roman, con tamaño de letra doce. Como siempre, nada había cambiado. Y quizá ese fuera el problema, llevaba años escribiendo lo mismo, con sumo cuidado, cada letra y cada metáfora. Lo mismo, escrito en la misma letra, con el mismo tamaño. Distintas palabras, pero todas hablaban de lo mismo.

Gritó. Lo más horrible que le puede pasar a una persona que piensa que nació para escribir, es darse cuenta de que todas sus palabras se han convertido en sinónimos y la rutina ha enfriado su café.

Echó todas las palabras a la chimenea y avivó el fuego. Volvió a calentar el café y subió al ático que tenía la pensión. Estaba cerrado con llave, pero sus dotes de superviviente en una ciudad grande le habían enseñado a abrir puertas con casi cualquier cosa. Podía ser el sitio más triste y lúgubre del mundo, pero tenía el mejor ático de Madrid. Desde allí se veían el Maravillas y las miles de personas que pasaban unos cuantos metros por debajo, con su vida monótona, y su paso apresurado. La gente no sabía apreciar la vida, pero él tenía un problema mayor, y era que no sabía como hablar de ella, sin sinónimos ni frases hechas.
El frío de enero cala los huesos, no el forro polar.

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