Sábado por la mañana,
se levantó a eso de las once. Puso el café y se sentó delante del papel. Hacía
muchísimo tiempo que no era capaz de escribir más de dos líneas seguidas con un
mínimo de coherencia. Exactamente, tres meses, justo desde el día en que pisó
la capital y la dueña de la pensión le entregó las llaves.
Solía hacer esto
todas las mañanas; calentaba el café hasta que parecía que iba a hervir y,
mientras esperaba a que se enfriase, juntaba frases en su mente e intentaba
escribir un texto sobre lo bonito que es el amor, o lo que es lo mismo, algo de
lo más comercial. Trabajaba para un grupo de pop-rock inglés que intentaba
hacerse un hueco en la música en castellano. Eran rematadamente malos pero
parecía que aún no se habían dado cuenta. Él escribía sus letras, todas de
amor, las letras menos sinceras jamás escuchadas, y se las entregaba a la
banda. Ellos, como carecían de conocimientos en la lengua española, las
aceptaban con una sonrisa.
El grupo, como era de
esperar, fue un éxito. Miles de fans adolescentes se agolpaban a las puertas de
la discográfica para esperar a que saliesen sus músicos de mierda.
El caso es que su
sueño de infancia siempre había sido escribir. Escribir como loco, vivir de
ello.
Era bueno, era
jodidamente bueno, pero él no lo sabía. Todo buen letrista o novelista necesita
haber sido aplastado por la vida o, lo que es lo mismo, haberse enamorado
alguna vez, para escribir con el corazón o hasta con el alma. Pero él nunca
había vivido. No me refiero a la felicidad o esos términos tan de moda ahora,
con los que se viene a decir que tienes que estar con la sonrisa de idiota
plantada en la cara todo el día. La seguridad en sí mismo, la falta de miedo,
el amor, la carencia de odio. Esas cosas que pueden resultar difíciles de
conseguir pero, que cuando las consigues, más que haber encontrado la felicidad
sientes que te has rendido a la más terrible de las rutinas.
El caso es que lo que
a él le faltaba no era eso llamado "felicidad". Lo que le faltaba era
sentir, sentir lo que fuese, incluso dolor. Necesitaba saber que estaba vivo
sin necesidad de ponerse la mano en el lado izquierdo del pecho para comprobar
que su corazón seguía latiendo.
El día que el sujeto
en cuestión empezó a 'sentir', fue cuando se estampó de bruces contra ella en
la escalera de la pensión.
La historia cambió su
ritmo. Desde entonces todo iba lento. El heavy metal sonaba dulce y delicioso
si ella lo ordenaba. En los recitales de música clásica la gente encendía
mecheros si a ella le apetecía.
Siempre le gustó
sentirse importante, especial, rebelde. Ella era el desconcierto de los
conciertos. Jugaba con él como nadie.
Una vez escribió en un
billete de cincuenta su número de teléfono y se lo dio, diciéndole que si, como
él decía, estaban destinados, ese billete acabaría en sus manos.
Ya he vuelto. :)
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