3 de diciembre de 2011

El Ático de Malasaña. #2


Sábado por la mañana, se levantó a eso de las once. Puso el café y se sentó delante del papel. Hacía muchísimo tiempo que no era capaz de escribir más de dos líneas seguidas con un mínimo de coherencia. Exactamente, tres meses, justo desde el día en que pisó la capital y la dueña de la pensión le entregó las llaves.
Solía hacer esto todas las mañanas; calentaba el café hasta que parecía que iba a hervir y, mientras esperaba a que se enfriase, juntaba frases en su mente e intentaba escribir un texto sobre lo bonito que es el amor, o lo que es lo mismo, algo de lo más comercial. Trabajaba para un grupo de pop-rock inglés que intentaba hacerse un hueco en la música en castellano. Eran rematadamente malos pero parecía que aún no se habían dado cuenta. Él escribía sus letras, todas de amor, las letras menos sinceras jamás escuchadas, y se las entregaba a la banda. Ellos, como carecían de conocimientos en la lengua española, las aceptaban con una sonrisa.
El grupo, como era de esperar, fue un éxito. Miles de fans adolescentes se agolpaban a las puertas de la discográfica para esperar a que saliesen sus músicos de mierda.

El caso es que su sueño de infancia siempre había sido escribir. Escribir como loco, vivir de ello.
Era bueno, era jodidamente bueno, pero él no lo sabía. Todo buen letrista o novelista necesita haber sido aplastado por la vida o, lo que es lo mismo, haberse enamorado alguna vez, para escribir con el corazón o hasta con el alma. Pero él nunca había vivido. No me refiero a la felicidad o esos términos tan de moda ahora, con los que se viene a decir que tienes que estar con la sonrisa de idiota plantada en la cara todo el día. La seguridad en sí mismo, la falta de miedo, el amor, la carencia de odio. Esas cosas que pueden resultar difíciles de conseguir pero, que cuando las consigues, más que haber encontrado la felicidad sientes que te has rendido a la más terrible de las rutinas.
El caso es que lo que a él le faltaba no era eso llamado "felicidad". Lo que le faltaba era sentir, sentir lo que fuese, incluso dolor. Necesitaba saber que estaba vivo sin necesidad de ponerse la mano en el lado izquierdo del pecho para comprobar que su corazón seguía latiendo.
El día que el sujeto en cuestión empezó a 'sentir', fue cuando se estampó de bruces contra ella en la escalera de la pensión.
La historia cambió su ritmo. Desde entonces todo iba lento. El heavy metal sonaba dulce y delicioso si ella lo ordenaba. En los recitales de música clásica la gente encendía mecheros si a ella le apetecía.
Siempre le gustó sentirse importante, especial, rebelde. Ella era el desconcierto de los conciertos. Jugaba con él como nadie.
Una vez escribió en un billete de cincuenta su número de teléfono y se lo dio, diciéndole que si, como él decía, estaban destinados, ese billete acabaría en sus manos.

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