28 de febrero de 2012

Todo empieza donde acaba la razón. -relatos cortos-


La primera vez que la vi llevaba una camiseta de Led Zeppelin y esmalte de uñas naranja. Enredaba sus manos de aspecto frágil entre los rizos castaños y miraba con detenimiento cada libro de la estantería. Sujetó uno entre sus manos, le quitó el polvo que tenía por encima y lo abrió por la segunda página, para leer la dedicatoria que el autor le solía hacer a un ser querido. Eso era lo único que parecía tener importancia para ella. Acto seguido, se acercó al mostrador donde estaba yo y puso el dinero sobre la mesa, sin mirarme si quiera, con la vista fija en la dedicatoria del libro.

Desde aquel día, en el cual yo empecé a trabajar en la librería, iba cada martes y seguía con su ritual. Me desconcertaba enormemente la forma que tenía de decidir si le gustaba un libro, ni siquiera se fijaba en el argumento y mucho menos en el precio. Me gustaba la forma en que cogía el libro de la estantería y le quitaba el polvo. Lo hacía como si estuviese acariciando a un ser vivo, con extrema cautela.

Un martes de tantos, me miró.

A mí, que me gustaba la vida con todos sus destellos, su risa y su misterio. A mí, que me cantaban los músicos del metro canciones que hablaban de chicos solitarios. A mí, que me embriagaba el olor a sal de las ciudades con mar. A mí, al chico que nunca supo por qué se escribían canciones como Angie. La vi, y lo supe. Me dejó de gustar la vida, y empezó a gustarme ella. Los músicos del metro me cantaban All you need is love y empecé a olvidar el olor de la sal para acostumbrarme al de la nicotina. Angie se la escribió un hombre a una mujer. Y a mí solo me salían palabras que no encontraba en los libros que ella adoraba. Ni en las dedicatorias.

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